“El
poder de nombrar, en particular de nombrar lo innombrable,
lo
que todavía no se percibe o es rechazado,
es un
poder considerable.
Las
palabras, decía Sartre, pueden hacer estragos[1]. (…)
Representar,
sacar a luz, producir, no es un asunto pequeño…”
P.
Bourdieu. Cosas Dichas.
Marco teórico
Vivimos una época que dejó atrás la
‘gran vinculación’ (Cantarelli, Mariana; 2005) que, con sus más y sus menos,
nos daba un cierto marco regular
para la acción, con algunas certezas y un Estado capaz de producir “cohesión
social”. El contexto actual, que la misma autora llama, por oposición, ‘la gran
desvinculación’, se basa justamente en lo opuesto: “la dispersión social”, la
ausencia de reciprocidad, la fragmentación y la destitución de las jerarquías,
todas estas condiciones muy complejas que nos impiden pensar que ‘lo común’, en
nuevos términos, no sólo es posible sino básicamente necesario. Y que para que
la construcción de lo común sea posible, debemos apropiarnos del paradigma de
la responsabilidad y ser capaces de problematizar lo dado, para pensar juntos
en nuevas soluciones. Ni lo dado es inexorable ni es cierto que nada ya se
puede hacer con lo que hay. Lo que sí es cierto es que una posición ideológica
de este tipo resulta absolutamente funcional a un sistema que no nos está dando
respuestas y, por eso, es objeto permanente de críticas. Como dice Flavia
Terigi: “…se trata de discutir qué es lo posible. Lo posible no es lo que
tenemos, no es ‘lo que hay’, sino lo que somos capaces de hacer en procura del
futuro que imaginamos, en función de nuestras historias y de nuestro presente”
(pág. 68).
La
política (partidaria y no partidaria), las normas, las instituciones y las
personas, en las distintas posiciones que ocupamos, hemos perdido prestigio. Y
sin embargo, hay que trabajar y construir bajo estas condiciones. Hay que ver
las posibilidades en la carencia y hacer con responsabilidad. Desde cada lugar
que uno ocupa en el Estado (nacional, provincial o municipal, como
administrativo o como docente, como funcionario jerárquico o como responsable
de girar expedientes) debemos aprender a ‘habitar’ el Estado, que no es ocupar
un espacio (cuando éste existe), sino generar discursos que les den sentido a
las prácticas, que las legitimen y que
permitan “establecer criterios de corrección de las acciones” (Abad).
Sobre esa base es que el Ministerio de Educación de la Nación y, por adhesión,
el de las provincias, encararon desde 2006 un proceso de capacitación para los
técnicos de Educación. Es en este sentido, entonces, que asumimos el rol de
técnicos de la DGES y, por supuesto, el rol básico como formadores de docentes
y técnicos que se espera que ejerzamos al ‘aceptar horas cátedra’ en nuestros
Institutos del Nivel Superior de la provincia de La Rioja.
Por
eso, observar la dimensión institucional del Sistema Formador para promover los
cambios que hagan falta a fin de superar sus debilidades, y consolidar sus
fortalezas resultó, en este contexto, un proceso revulsivo, polémico. Fue un
proceso técnico, pero también básicamente político (Flavia Terigi, 2004, pág.
65) y estuvo basado en la interlocución entre los distintos actores y en la
asunción de nuestras responsabilidades como observadores ‘externos’ a cada
Institución, si bien no externos al Sistema Formador. Es en esa dirección que
asumimos la responsabilidad sobre los resultados, sobre la necesidad de
alcanzar una política evaluativa y autoevaluativa constante y sobre lo que
consideramos una escuela justa y una buena escuela, focalizando particularmente
en aquello que se considera una buena formación de los docentes, que es una
cuestión curricular, pero que se inserta en un subcampo específico del campo
cultural en el que se cruza la lucha por casi
todos los capitales, por supuesto el cultural, pero sobre todo el
político y el simbólico, en términos de P. Bourdieu.
“La educación es, y ha sido siempre,
un componente insoslayable de la construcción social y una co-productora de
subjetividad. El tratamiento institucional del enigma subjetivo en relación con
el conocimiento es su objeto, así como el tejido del lazo social es su meta.
Tramita ambas cuestiones de modos diversos, a partir de abordar conocimientos
disciplinares, distribuir capital cultural, socializar distintos saberes
(saberes para vivir, saberes para pensar, saberes para trabajar, saberes para
crear), diseñar formas organizacionales, integrar actores diversos, recordar
mitos, instituir ritos, ofrecer inscripciones y filiaciones simbólicas, tejer
vínculos (con lo desconocido, con el conocimiento, con los otros, con el
mundo), institucionalizar la relación con la ley estructurante de lo social”
porque “la educación desborda lo escolar y las ‘formas escolares’” dice
Graciela Frigerio (pág. 110).
Aunque evaluar ha sido y es aún
considerado por los evaluados, sobre todo, como una forma de control, también
es – o debería ser – un proceso a partir del cual se pueden pensar alternativas
y mejoras de diverso tipo. La Dirección de Planeamiento de la provincia
presentó su dossier bibliográfico para
el Subproyecto ‘Hacia la constitución de comunidades de desarrollo profesional:
del planeamiento a los datos’ con una reflexión acerca de si no habría que
“preguntarse si una escuela que quiere ser justa puede prescindir de la
evaluación, ya sea de lo que aprenden los alumnos o de sus propias prácticas. Y
lo mismo puede decirse del sistema educativo: ¿cómo puede reflexionarse sobre
lo bueno o lo malo que se hace como sistema, sobre a quiénes se beneficia, sin
saber cuáles son los procesos y los resultados?” (2008).
Evaluar es “un proceso continuo y
programado de reflexión, basado en procedimientos sistemáticos de recolección,
análisis e interpretación de información, para formular juicios valorativos
fundamentales y comunicables que permitan reorientar la acción para producir
los cambios deseados” (Olga Nirenberg et all; 2006; pág. 15). Si los cambios
deseados en esta coyuntura son aquellos que afectan directamente la formación
docente, lo que evaluamos fue la dimensión institucional para describir el marco
en el cual esta segunda reforma curricular de la formación tendría lugar y para
analizar bajo qué condiciones los cambios que se impulsaban podían llegar a dar
mejores resultados que el proceso vivido en los años 90.
Toda
evaluación es posible a través de un proceso compartido entre evaluadores y
evaluados que “utiliza constantemente los relatos y termina siempre en ellos,
sean orales o escritos, con datos cuantitativos o cualitativos” (Ib pág. 16).
En este sentido, el diseño del mecanismo de evaluación institucional iniciado
se basó en relatos cuantitativos – las despreciadas ‘estadísticas’ provenientes
de fuentes secundarias y primarias – y en relatos cualitativos, a través de los
registros de observación directa in situ y las entrevistas individuales y
grupales a actores claves en la formación profesional docente, como
supervisores (mediante entrevistas estructuradas bajo la forma de encuestas), a
directivos, a alumnos y, en algunos casos, a formadores.
Santos
Guerra advierte sobre los riesgos que implica una evaluación institucional,
sobre todo aquellas que suponen la puesta en marcha de un mecanismo de control,
que no era este el caso y así fue acordado con las autoridades políticas, y
luego resalta la necesidad de que la evaluación no sea exclusivamente un
proceso que tenga como objeto al alumno porque “hay muchos factores que
dependen de la Institución, de los profesores, de los gestores, de los medios,
de las estructuras, del funcionamiento” que deben ser consideradas desde una
perspectiva “impregnada de concepciones democráticas”, para que quien controle
la evaluación no sea el poder “sino la comunidad” (2004) porque no es sólo un
hecho técnico, sino básicamente “moral” que pone a la Institución educativa no
sólo en la posición que ya ocupa: la de enseñar, sino que la convierte “en una
institución que aprende” a través de la reflexión compartida. Por desgracia, y
salvo en ocasión de las visitas, donde las entrevistas fueron realmente un
diálogo, un intercambio de saberes, de problemas, de búsqueda de alternativas
de solución, la evaluación institucional que nos ocupa no pudo ser considerada
a posteriori con los actores directamente involucrados. De cualquier forma,
cada ISFD participante recibió a finales de 2008 una devolución por escrito.
Más
acá de eso, el proceso de evaluación institucional llevado a cabo en el Sistema
Formador de La Rioja, en particular aquella etapa que pudo casi completarse con
la instancia cualitativa – es decir los Institutos que forman para Inicial y
Primario – respetó la mayoría de las características que enumera, a modo de
recomendación, el propio Santos Guerra: estuvo atenta a los procesos y no sólo
a los resultados; dio voz a los participantes en condiciones de libertad, en
particular a quienes nunca habían sido escuchados: los alumnos; utilizó métodos
diversos y sensibles para explorar la realidad; se encaminó a la mejora de la
Institución y del Sistema Formador, pensando en el Sistema Educativo en
general; tuvo carácter educativo; tuvo en cuenta los valores vigentes y los
valores declarados; fue holística; no pretendió tener el monopolio de la
verdad, aunque en este sentido quedó inconclusa; fue todo lo democrática que se
pudo, desde el punto de vista de los evaluadores y según cada Institución en
particular; giró las devoluciones a los interesados directos; pretendió ser una
ayuda, aunque para algunos fue vista como una amenaza; se llevó a cabo de
manera contextualizada; utilizó el lenguaje de los actores para expresarse y se
planteó de manera emergente, adecuándose a las situaciones que iban surgiendo
(2004). En cambio, si algo no tuvo este proceso fue buenas instancias de
difusión y, consecuentemente, de discusión de los informes resultantes.
Dada
la etapa del proceso de reforma que nos tocó vivir: la construcción y puesta en
marcha de los nuevos diseños curriculares para la formación, la evaluación de
la dimensión institucional tuvo carácter diagnóstico, aunque preveía en sus
propósitos la posibilidad de que evaluaciones de proceso, reiteradas en el
tiempo a intervalos bianuales, pudieran también brindar datos significativos
acerca de lo que estaba ocurriendo para actuar a tiempo y mejorar, en la medida
de lo posible y si hiciera falta, el nivel de los resultados.
El
objetivo principal de un diagnóstico es “brindar un mejor conocimiento acerca
de los problemas que se pretenden solucionar o aliviar con la ejecución de los
programas o proyectos sociales, dando información confiable sobre su magnitud y
características, así como sobre los factores que influyen en tales problemas en
los contextos concretos” (Niremberg et all; op. Cit. Pág. 83). En tanto,
información confiable es aquella que puede, en circunstancias similares de
recolección, comprobarse una y otra vez por el mismo u otro equipo
investigador/evaluador.
Según
la CEPAL, el diagnóstico “es la instancia en que se estudian los problemas,
necesidades y características de la población y su contexto”, para evitar que
un proyecto corra “el serio peligro de no generar impacto alguno”. El organismo
dependiente de UNESCO llega a advertir que “es preferible no llevar a cabo” un
proyecto si no se cuenta con “la línea de base”. Con la revisión curricular en
marcha, basada en la decisión nacional y provincial de mejorar de manera
sustantiva la formación docente, pensábamos que lo peor que podía, en algunos
casos ‘volver a’ pasar es que todo ocurriera ‘como si…’, es decir que esta
nueva reforma no supere el carácter de simulacro.
Para conocer el estado de situación del
Sistema Formador, elaboramos un proyecto de evaluación diagnóstica que nos
permita describir, caracterizar el problema, cuantificar su magnitud y distribución en la población objetivo, analizar sus
tendencias futuras y conocer “la brecha
entre la población objetivo y el resto de la población, así como su distancia
con los estándares vigentes”. Si bien teóricamente un diagnóstico puede
permitir establecer una “estructura causal cualitativa y cuantitativa de las
variables que determinan el problema central” (Cepal), básicamente nos
interesaba al menos poder establecer correlaciones entre variables que
considerábamos claves en el análisis del problema, porque se trataba de una
evaluación que tomaba una dimensión, pero no abordaba justamente la dimensión
curricular.
Con
tal propósito, se tuvo en cuenta el estilo de gestión, la comunicación y el
clima institucional, la existencia y administración de los recursos, las
instancias de participación y debate, la difusión oportuna y clara de las
reglas del juego, las vivencias de los actores, las estrategias pedagógicas
utilizadas por los formadores, las expectativas, la oferta y la demanda
educativa, entre otros, que son todos aspectos de una calidad institucional que
fue puesta en foco.
Un
desafío importante para el equipo evaluador fue el de poner en juego sus
propios presupuestos respecto de cómo estábamos viendo el aspecto institucional
del Sistema Formador frente a la necesidad de contar con él para generar
respuestas diferentes, mejores, que redundaran en el mediano plazo en una
mejora sustantiva de la calidad de la educación que, en La Rioja, está en una
situación más que crítica. Los Institutos no universitarios, dependientes de
las jurisdicciones provinciales, tienden a sostener en los hechos una lógica de
funcionamiento que reproduce los modelos de gestión de las escuelas
secundarias, sin tomar en cuenta que sus estudiantes son jóvenes y adultos, con
otras necesidades, otras realidades y otras expectativas. Como decía Foucault
en referencia a los bachilleratos franceses: “En los Institutos la organización
represiva no ha sido tocada. La enseñanza está enferma”, pero para cambiar una
institución hay que “cambiar esta ideología vivida a través de la espesa capa
institucional en la que se ha investido, cristalizado, reproducido” (1992; pág.
37).
Por
supuesto, el diagnóstico de una parte fundamental del Sistema Educativo estaba
cruzado por las formas de hacer la política y de ejercer la ciudadanía en La
Rioja, en Argentina, en sociedades donde hay una complicidad intrínseca, y poco
reconocida, entre las estrategias de los ‘de arriba’ y las tácticas ‘de los de
abajo’, según las categorías de De Certeau. Una sociedad donde el poder se
ejerce a través de procesos de aprendizaje social que, lejos de promover una
cultura cívica mejor, “inhiben el crecimiento de una cultura popular como campo
de lucha por los derechos humanos y la justicia social y de una educación
favorecedora de la formación de conciencias críticas de la sociedad” (Sirvent,
1998). Una sociedad donde siempre se habla del poder en términos del poder
político y la teoría del Estado, pero donde, como en cualquier sociedad, “no
son sólo los gobernantes los que detentan el poder”. El análisis institucional
debe des-velar también eso en el Sistema Formador y en el Sistema Educativo en
general. Es necesario saber “hasta dónde se ejerce el poder, por qué conexiones
y hasta qué instancias, ínfimas con frecuencia, de jerarquía, de control, de
vigilancia, de prohibiciones, de sujeciones”, que Foucault llama más
precisamente ‘relaciones de dominación’ en el mismo texto (pág. 160), aunque
“hablar de este tema, forzar la red de información institucional, nombrar,
decir quién ha hecho, qué ha hecho, designar el blanco, es una primera
inversión del poder…” que desnuda un “régimen” de la verdad (Ib. pág. 85) y
supone un desgaste extra nada desdeñable para los evaluadores. En particular,
la situación se agudiza cuando se trata de evaluar el propio campo de acción,
sea por formación específica, sea por ámbito de actuación desde otra
disciplina. Bourdieu lo advierte al decir que “la pertenencia a un grupo
profesional ejerce un efecto de censura que va mucho más allá de los apremios
institucionales o personales: hay cuestiones que no se presentan, que no se
pueden presentar, porque tocan a las creencias fundamentales que están en la base”
del propio campo (1993; pág. 21).
Las
reacciones de la mayor parte del campo pueden ser diversas. Por ejemplo, una de
ellas puede ser la decisión que implica una ‘no decisión’, en términos de Maria
Teresa Sirvent (1998), y que toma diversas formas. En este caso, se manifestó
de manera indirecta por vía de la deslegitimación del trabajo por tratarse,
supuestamente, de una iniciativa sin mayor valor ni apoyo que respondía a “un
grupo de trasnochados” y “traidores”, en lugar de disponer de los tiempos y los
espacios para su consideración y debate. Pues bien, toda ‘no decisión’ intenta
normalmente “la supresión de una demanda por considerarla una amenaza latente o
manifiesta a los valores o intereses de la estructura de poder institucional”
(1998; ‘La tridimensionalidad del poder).
Políticas de este tipo resultan factores multiplicadores de pobrezas, en
particular en este caso de la llamada ‘pobreza de entendimiento’, “que
dificultan el manejo reflexivo de información y la construcción de un
conocimiento crítico sobre nuestro entorno cotidiano”; y la ‘pobreza política o
de participación’, al inhibir esa misma participación incluso bajo el manto de
una supuesta participación manipulada que debilita el sistema democrático a
través de la acción de las “estructuras autoritarias, las rencillas internas,
el matonismo, el clientelismo y la cooptación que invadió no sólo el movimiento popular sino también
los ámbitos profesionales y académicos” (Ib.) .
El
sociólogo argentino Ricardo Sidicaro recuerda que Bourdieu y Gastón Bachelard
coinciden al indicar, hablando de la sociología en el prólogo a ‘Los
herederos’, que “no hay más ciencia que la de lo oculto”. En consecuencia, “la
sociología sirve a la democracia en la medida que revela aquellos aspectos de
la realidad que no coinciden con la visión inmediata, motivo por el cual el
sociólogo ‘aún si se contenta con enunciar lo que es (no sin un cierto placer
malicioso), que hace su trabajo de desvelamiento en lugar de conformarse con
registrar y ratificar las apariencias, puede parecer que denuncia’” (2003, pág.
Pág. XXIII). Entonces, claro, “se puede matar al mensajero, (pero) lo que él
anuncia queda dicho, y entendido” (P. Bourdieu; 1993; pág. 27).
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